Han caído en mis manos algunos libros de texto
escolares para niños de diez a trece años. Sólo fueron media docena, aclaro.
Ignoro si todos tocan el mismo registro, o por una siniestra casualidad cayeron
en mis manos sólo raras bazofias. El detalle es que con ellas se forman
escolares en España. No sé si muchos o demasiados, pero da igual: con los que
he visto estudian miles de niños. Todo lleva mucho dibujito, mucha estampita,
mucho colorín. Como envoltorio. Y dentro, unos textos escritos con desgana, sin
criterio. Superficiales y sin sentido. Hasta el punto de que su atenta lectura
me deja en la tecla varias preguntas. ¿Quién los hace?, es la primera. ¿Nadie
es responsable de su contenido?... Porque, aunque figuran nombres y
editoriales, este aspecto parece más bien difuso. No queda claro si se trata de
autores con implicación directa o de comités de lectura, supervisores
apresurados de textos que redactan otros: mano de obra barata que debe cumplir
plazos urgentes, negros sin cualificación y sin motivaciones. Porque dudo que
gente solvente, seria, con autoridad docente, sea responsable de algunas de las
cosas que he visto.
Resulta menos evidente en matemáticas, por ejemplo. En disciplinas donde dos y
dos suman cuatro. Pero cuando se refieren a lengua, conocimiento del medio y
cosas así, el desorden y la aparente improvisación saltan a la cara en cada
página. Las ideas básicas se pierden en detalles accesorios, lugares comunes,
vaguedades facilonas. La Historia se plantea sin cronología, con absurdos y
confusos saltos adelante y hacia atrás que nada establecen. Tampoco hay
lecturas, o muy pocas. Ni criterio. Sólo ideas simples sin contexto
intelectual, ni contrastes. Los textos se limitan a cumplir, supongo, con
programas generales; pero no ahondan en nada. Todo es falto de rigor, sin plan
último. Sin establecer qué conocimientos debe tener un niño para entender el
mundo en el que vive. Sin estrategia para determinar qué interesa que los niños
sepan, y cómo lograr que lo sepan: sólo tácticas oportunistas que buscan
hacerlo todo fácil y asumible. Hojeando esas páginas comprendo perfectamente
por qué hay niños de trece años que conocen los ríos de Valencia o de
Extremadura y no los de España. Por qué ignoran qué es una preposición o un
adverbio, para qué sirven y cómo deben usarse. Por qué hemos quitado a los
chicos la posibilidad de comprender, y de pensar usando lo que han comprendido.
Nadie lo dice porque suena retrógrado; pero cualquier
educador serio lo reconoce por lo bajini: ¿cómo es posible que la ley de
Educación de 1957, pese a su paternidad franquista, siga siendo -en el país de
los ciegos, el tuerto es rey- la más seria y eficaz? ¿La que mejor preparaba a
los niños en materias generales como lengua, historia, lectura, redacción,
literatura, ciencias naturales?... ¿Cómo es posible que en todos estos años de
democracia, con dos partidos alternándose en el poder, no se haya llegado a un
pacto de Estado en materia de Educación? ¿Que cada intento de consenso nacional
se haya abortado por la vileza política, la cobardía moral, la foto en prensa y
el telediario? ¿Que todavía, en este país desmemoriado, absurdo y ruin, haya
tontos que sostengan, sin despeinarse, que la actual generación es la más culta
y mejor formada de nuestra historia?
¿Quieren saber mi conclusión, con esos libros en la
mano? ¿Lo que pienso al considerar que el conocimiento se renueva cada década,
pero nuestros textos escolares cambian de año en año?... Pues que a ciertos
editores y a quienes eligen esos libros para sus alumnos les importa un carajo
la calidad. Todo es banalidad y nada es cultura. Para beneficio, naturalmente,
de oportunistas y de golfos. De la educación se ha hecho ideología; y de la
ideología, negocio. Vivimos un presente absurdo, sin pasado ni futuro: hemos
rebajado la calidad de la enseñanza, y cada comunidad, cada colegio, cada
taifa, hace lo que quiere. Nadie combate las faltas de ortografía, la
incapacidad expresiva. No se trabaja la lengua, la expresión, la sintaxis, la
gramática. Los padres son los primeros en protestar si se aprieta a los chicos
en eso. Nadie quiere enfrentarse, comprometerse. En la universidad aprueban
exámenes que hace veinte años habrían suspendido en bachillerato. Y así, los
chicos llegan a los quince años sin saber nada. Y sin querer saber. Lo que
lleva a una última pregunta: los consejeros de Educación, los maestros que
eligen esos textos, los colegios, las asociaciones de padres, madres y perritos
que les ladren, ¿saben lo que hacen? ¿Tienen un método riguroso, o también en
eso, como en tantas cosas, hay cajones que no convendría abrir, por si salen
moscas?
Arturo
Pérez-Reverte.